sábado, 11 de julio de 2015

LAS MANOS



Nunca volveré a ver mis manos de la misma manera

El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en la banca del patio, no se movía. 



Solo estaba sentado cabizbajo mirando sus manos.

Cuando me senté a su lado no se dio por enterado y entre más tiempo pasaba, me pregunté si estaba bien.


Finalmente, no queriendo realmente estorbarle sino verificar que estuviese bien, le pregunté cómo se sentía.




Levantó su cabeza, me miró y sonrió. 



“Estoy bien, gracias por preguntar”, dijo con una fuerte y clara voz.
No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí simplemente mirando tus manos 
y quise estar seguro de que estuvieses bien, le expliqué.



El abuelo me preguntó:

“¿Te has mirado alguna vez tus manos? 

Quiero decir, ¿realmente te has mirado tus manos?”


Lentamente solté mis manos de las de mi abuelo las abrí y me quedé contemplándolas.


Las volteé, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. 



No, creo que realmente nunca las había observado mientras intentaba averiguar qué quería decirme.


El abuelo sonrió y me contó esta historia:

Detente y piensa por un momento acerca de tus manos como te han servido a través de los años.


Estas manos aunque arrugadas, secas y débiles 
han sido las herramientas que he usado toda mi vida 
para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.



Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. 



Cuando niño, mi madre me enseñó a plegarlas en oración. 



Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. 

Han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas y dobladas.
Mis manos se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi recién nacido hijo.
Ellas temblaron cuando enterré a mis padres y esposa y 
cuando caminé por el pasillo con mi hija en su boda.



Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. 


Han estado pegajosas y húmedas, dobladas y quebradas, secas y cortadas.


Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí, sigue trabajando bien,
estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen plegando para orar.


Estas manos son la marca de dónde he estado y la rudeza de mi vida. 
Pero más importante aún, es que son ellas las que Dios tomará en las suyas 
cuando me lleve a su presencia.

Desde entonces, nunca he podido ver mis manos de la misma manera.

Pero recuerdo cuando Dios estiró las suyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a su presencia.
Cada vez que voy a usar mis manos pienso en mi abuelo; 
de veras que nuestras manos son una bendición.



Hoy me pregunto: 



¿Qué estoy haciendo con mis manos?



¿Las estaré usando para abrazar y expresar cariño 

o las estaré esgrimiendo para expresar ira y rechazo hacia los demás?

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